CALABOZO Y POESÍA EN «LA NOCHE DE DOCE AÑOS»

AUTORES, Mauricio Rosencof (el Ruso)
y Eleuterio Fernández Huidobro (el Ñato)
CINEASTA, Álvaro Brechner

Diálogos con la Claqueta

Si alguna vez esto no debió sucederle a nadie —imposible iniciar de otra manera, Claqueta—, agradezcamos resignados que le haya ocurrido a un escritor… Sí, Memorias del calabozo (1987) emerge de la iniquidad de las cárceles militares uruguayas como el testimonio de algo que sólo en situaciones extremas es posible postular sin titubeos: nuestro manotazo final sobre la mesa del destino, ese argumento vital ante las tiranías del pensamiento único, y también el pálpito más innegociable de los condenados a muerte, siempre será la escritura. Somos los renglones que nos rescatan y también las sílabas que nos restauran, parecen decirnos los habitantes de un libro de militancias a toda prueba. Los cautiverios de sus diálogos nos enseñan, entre tantas otras cosas, a reinventar silencios y a trastocar filologías; es más, en el tiempo detenido de sus bartolinas, estos prisioneros de conciencia no dejarán nunca de imaginar nuevas ortografías para seguir vigentes en el ejercicio de la palabra. Al hacerlo, el lector entiende algo que el trasnochado realismo de los libros de Historia nunca sabría decir, a saber, que los dolores de una mazmorra, (sobre)vivida durante más de una década en nombre de los sueños sociales, exigen de gramáticas distintas para ser revelados.

La oscura racionalidad de la tortura sólo puede ser enfrentada por la luminosa irracionalidad de la poesía. Para probarlo, pensemos en Mauricio Rosencof (el Ruso) y en Eleuterio Fernández Huidobro (el Ñato), quienes, junto a Pepe Mujica, habitan un libro atravesado de martirios y soledades, aunque también de lenguajes insólitos y de milagros verbales. Si uno se lo piensa bien, Memorias del calabozo postula que dentro y fuera del siglo XX latinoamericano muchos testimonios de la represión se nos han extraviado no sólo entre los desaparecidos, sino, por triste añadidura, entre reclusos aferrados a las sintaxis tradicionales. Sólo por ello vale la pena correr el riesgo de las aparentes indolencias para repetirlo así: si alguna vez esto no debió sucederle a nadie, celebremos “la buena suerte para la desgracia” —tal y como este libro nos enseñó a decirlo—, por cuanto ambos rehenes tenían interiorizada ya una experiencia poética en el momento de sus arrestos. Sólo así, entre miradas dueñas de sus propias palabras, la fuerza liberadora de las frases pudo ponerse al servicio de la rabia, y la rabia literaria al servicio de la novedad, y la novedad lingüística al servicio de la memoria, y la nueva memoria escritural al servicio de la esperanza.

Eleuterio Fernández Huidobro (1942-2016).

Por todo ello, el rescate de la palabra escrita hace de Memorias del calabozo una entrada mayor en nuestras cinescrituras. No lo dude usted, cavilosa Claqueta: en el descenso hacia la realidad carcelaria de los años setenta y ochenta en América Latina —sería inmundo seguir olvidando el terrorismo de Estado de aquella “operación cóndor” (minúsculas aposta)—…, decía, pues, que en las celdas de la represión transnacional promovida por Videla, Stroessner, Bordaberry, Banzer, Pinochet, Kissinger y etcétera, la oralidad y la escritura (con)funden sus valores, imbrican sus trascendencias y entrelazan sus horizontes. Excluidos de las presencias humanas, estos dos reos de conciencia buscarán proyectarse y reconocerse en los rostros y sonidos que les salgan al paso para borronear diálogos en clave Morse, narrar cartas de amor a trasmano, redactar noticieros con tintas excrementicias, concebir cuentos con alegorías de padre ausente, garabatear proclamas con algún lápiz olvidado o sobre papeles a la deriva, y todo sin olvidar nunca que el libro contiene una conversación entre dos sobrevivientes de carne y hueso… En suma, esta obra sí vive al acecho de las caligrafías, pues es en tales inminencias que Rosencof y Fernández Huidobro se han de confirmar, aún y para siempre, como hablantes escriturales de nuestra lengua, o como redactores en voz alta de insospechados optimismos.

Pasemos a “La noche de doce años”, la adaptación fílmica de Memorias del calabozo. Estrenada en el 2018 y escrita y dirigida por Álvaro Brechner —el de “Mal día para pescar” (2009)…, se la recomiendo después de leer “Jacob y el otro” de Onetti, aunque al final usted sabrá lo que hace, irremediable Claqueta—, la película respetó las cargas simbólicas de la escritura, y a ello se debe quizás el Goya obtenido por el mejor guión adaptado. En efecto, el cineasta uruguayo vertebró sus escenarios con instantes de alto contenido textual, pues los momentos de mayor sustancia ortográfica parecen servirle de junturas en la sintaxis del filme. Más allá de exponer con dolorosa elocuencia visual el sufrimiento de los presos políticos y sus familias, la pantalla recuerda una y otra vez el anhelado acto de escribir, y también la extraviada experiencia de la lectura. Valga decir por ello que, entre planos de contener la respiración, la vuelta al papel se celebra en las tomas cerradas de algún cuadernillo, en las secuencias malheridas de rostros recordando el olor de una página, en los escritorios militares como telón de fondo, en las consultas médicas que permiten plasmar una primera firma diez años después, en los teclazos como reminiscencias de un mundo perdido, y etcétera.

LIBREROS Y ANAQUELES, como telón de fondo…

Una vez sembrada en el espectador la conciencia de las textualidades trascendentales, en el celuloide se producirá también la (con)fusión entre oralidad y escritura. En este sentido, bastaría recordar las cartas de amor de un Rosencof haciéndola de Cyrano en voz alta y que, sin forzar la metáfora, dejarán entrar en su calabozo un poco de humanidad. Allí, en la pantalla convertida en página que se dicta y en la butaca transformada en lectura apasionada, la poesía emergerá como el lenguaje ideal para la resistencia, y también como una gramática invicta frente al olvido… Al respecto, Claqueta, déjeme recordar, y por qué no, los versos escritos por el Ruso con sus nudillos sobre los fotogramas de piedra de la celda, esos mismos versos sentidos por el Ñato del otro lado de una página hecha de ladrillos…: “y si este fuera mi último poema, insumiso y triste, raído pero entero, tan sólo una palabra escribiría: compañero”. En fin, ya me fui, casi llorando.