LIBERACIÓN Y ESCRITURA EN PRIMO LEVI

AUTOR, Primo Levi
CINEASTA, Francesco Rosi

por la Claqueta (hoy sólo ella)

Sí, hoy será más cierto todo lo que usted diga, erudita Claqueta. Lo será, en especial, porque hace mucho que yo no vuelvo por estos polémicos rincones para desempolvar las obsesiones de nuestras charlas: ¿qué mensajes vehicula la escritura cuando se convierte en personaje de ficción?, por ejemplo, ¿o cómo filosofar el acto de la lectura en el interior de una obra literaria llevada al cine?, ¿es verdad que la lectura de la escritura, y también viceversa, anuncia con sus exploraciones la urgencia de un nuevo lenguaje para imaginar las extrañezas de una época que cambia de piel?… Tanto tiempo sin pensar en nada de ello, aunque justifico mis abulias con su anhelo, siempre tan desmedido, de querer tener la voz cantante en nuestras reflexiones (no, esto no es un reproche).

Sí, hoy todo se lo permito para que analice usted, tal y como lo anunció hace poco, La tregua (1963), de Primo Levi. Antes que nada, lo sé bien, mencionará que la forma de doler en cada línea se parece mucho a La escritura o la vida, de Jorge Semprún, y, después de buscar otros textos paralelos en la literatura europea de la segunda mitad del siglo XX, concluirá diciéndome en voz alta que con Levi asistimos a un libro de género complicado, pues su registro autobiográfico apela a la retórica testimonial tanto como al libro de viajes o al relato filosófico. Asimismo, me hablará de una odisea políglota donde el latín se empalma con el griego, el alemán vive traspapelado en el francés o el polaco, el italiano convive con el ruso, y etcétera; por mágica añadidura, en cada párrafo cotejará con sabia desenvoltura los recursos de las novelas de aventuras, y tal vez también los rasgos de las crónicas de escapatorias. Y no, no se preocupe usted, entusiasta Claqueta: hoy no le responderé (al menos no con mi habitual impaciencia) que tiempos hubo en que, ajenos a la fiebre de las categorías, todo era literatura, cuando bastaba abrir una página para que un texto fuera leído en cualquier género, o cuando todos los libros cabían en un solo renglón.

PRIMO LEVI y el dolor de la escritura…

Por cierto, vea en este silencio mío la oportunidad de ilustrar que La tregua es un libro cuyo tema no sólo es Auschwitz, sino la liberación de la escritura. Sólo así estará usted en condiciones de llevar al límite su disquisición de que Primo Levi realiza un recuento de los balbuceos caligráficos que tienen lugar en el marco de un desafío a todas luces insólito: redactar por primera vez lo que fue la vida en el Lager (tal y como el autor llamó siempre a dicho campo de extermino allá en Polonia, para que nadie olvidase nunca su origen alemán). Prosiga usted: como en un embudo narrativo, o como en esa pirámide invertida propia de los textos periodísticos, lo escritural va decantándose en el ambiente de confusión multilingüe que permea el texto. Dicho de otro modo, al sobrevivir a la vida concentracionaria, lo verdadero y lo inexplicable, lo inadmisible y también lo fehaciente, todo dio forma a un ovillo existencial donde la escritura trastabilló muchísimo antes de materializarse en la resurrección de cartas y letreros, pases bilingües, la ingenua novedad de los carteles, las etiquetas, los garabatos o ringorrangos, y etcétera…

Aquello no pudo ser fácil… Acudir a la escritura para recuperar la voz, después de sobrevivir al Holocausto, exigía una gran sintaxis emocional. Penetrar en la tinta como se abre un objeto insólito después de mirarse en el espejo de los crematorios, deambular por los párrafos presintiéndose incoherente, en suma, bosquejar un libro así, tras la experiencia de treinta y cinco días de trenes y de memorias cruzadas, todo eso condujo a Primo Levi (quien nunca calló el dolor de estarlo escribiendo) a esa página final donde nos habla, por fin, de “la alegría liberadora de poder contar”… Sin embargo, contar que nada de aquello podría ser recordado sin palabras, plasmar una violencia que exigía normas de redacción y estilo para ser comprendida con suficiencia, tal fue el hueso duro de roer para la cinta de Francesco Rosi, aquel director italiano que llevó a las taquillas la obra de Levi con un título homónimo, “La tregua” (1997).

En esto la sigo a pie juntillas, embalada Claqueta: a su manera, el cineasta confirma el tema escritural desde el primer fotograma. Allí, en las imágenes iniciales de la huida alemana, cuando la derrota del fascismo era inminente en 1945, las palabras fueron llevadas a la hoguera. Amparada en una música de sugerir desamparo, y siempre mediante frases lapidarias, el filme reproduce los momentos más trascendentales del libro, y aunque privilegia el camino como metáfora mayor del curso del tiempo o de la continuación de la vida, son los elementos escriturales los que arraigan con más solidez en la memoria del espectador. Acepto sin chistar sus botones de muestra: la escena del obsequio de una pluma (esa pluma que se celebra con la sonrisa de un juguete nuevo), la exposición visual de carpetas y cartapacios, los libros-diario sobre las mesas de control médico, la famosa carta a Hitler que nadie respondió, y, sobre todo y ante todo, las secuencias de Turturro/Levi sosteniendo, cuidando, presumiendo en el celuloide la existencia de su cuadernillo.

TURTURRO/LEVI, y siempre el cuadernillo…

Y, como guinda en el pastel (hora de pasar a otra cosa, Claqueta: concluya usted, por favor), el regreso a Turín, el acceso al estudio, el paisaje de los libreros, la imagen de un escritorio… En suma, la magia de haber vivido una jornada cinematográfica donde los ferrocarriles han llegado puntuales a cada frase en off que, sin contradicciones de por medio, será redactada en la pantalla que está por bajar el telón. Allí confirmaremos que escribir representaba el único destino posible para quien había muerto muchas veces en el Lager, y por si ello no bastase, allí confirmaremos también que el cuadernillo de Primo Levi, cuando aparece entre los planos-secuencia de Francesco Rosi, quería y supo enseñarnos a pensar y a sentir Auschwitz de otro modo…