A CINCUENTA AÑOS DE «EL EXORCISTA»

AUTOR, William Peter Blatty
CINEASTA, William Friedkin

Diálogos con la Claqueta

Usted tranquila y yo temblando, persignada Claqueta, sí, usted manténgase firme que yo redactaré esto con la timidez de mis propios asombros. Comencemos, pues, por decir que aquella cinta de William Friedkin que tanto marcara la cultura del miedo en Occidente, cumple hoy medio siglo de vida. Sin embargo, muy a pesar de mis titubeos transmutados en puntos suspensivos (…), primero hablemos de la novela que le sirvió de base al cineasta de Chicago, ¿le parece?, me refiero a El exorcista (1971) de William P. Blatty —por cierto, también guionista y productor de la cinta—, para luego analizar su adaptación al celuloide en 1973.

¿Un clásico de nuestros desasosiegos?, tal vez, ¿un texto imprescindible en la literatura de la perplejidad?, pudiera ser, ¿una ficción que analiza nuestros miedos más atávicos?… Por sobre todas las cosas, es un relato que presupone la pertenencia a una misma identidad de exabruptos para producir el efecto deseado en el lector. Dicho más a las claras, habrá que tener noticias de algún demonio antes de abrir el libro de Blatty, creer que los Pazuzus son posibles dentro y fuera de la novela, para vivir como Dios manda las páginas de El exorcista —perdone usted estas tan impensadas ironías, Claqueta (y, dicho sea de paso, no me deje solo en las palabras, pues me derivaría, otra vez, hacia mis miedos más suspensivos…)—.

WILLIAM PETER BLATTY, 1928-2017.

Convertida en el suceso editorial de los años setenta, el libro de Blatty exige admitir que todos llegamos a sus capítulos desde la taquilla de un cine, ¿o me equivoco? Por ello, quizás el primer desafío de su lectura estriba en cuestionar la forma en que un relato así, tan nutrido de presupuestos fílmicos, puede ser leído hoy sin demasiadas intromisiones. La primera respuesta ofrece colores por demás desgarradores —así me lo parece, asustadiza Claqueta (…)—, pues si acaso la soledad colectiva de una sala de cine nos ofrece sensación de refugio, la novela individualiza el desamparo, y, por lo tanto, hace más profundos nuestros sobresaltos. Por uno de esos raros contrasentidos sólo posibles en la literatura, acaso este último aspecto nos convierta también en receptores mucho más sinceros de una historia con altísimas dosis de textualidad. Porque, en efecto, El exorcista es un libro que desborda elementos escriturales desde su página inicial, y como rápidos botones de muestra allí están los almanaques y tarjetas, las plumas y escritorios, las caligrafías producidas en el tiempo real de nuestra lectura, los tinteros y máquinas de escribir, los libreros y bibliotecas, los errores tipográficos y las recetas médicas, las cartas y breviarios, y mil etcéteras más.

Ahora bien, la lectura narrada o la narración leída, esto es, los viceversas de la escritura de la lectura, representan el núcleo mayor de la novela. De hecho, entre todas las lagunas que la obra literaria colma respecto a lo que la cinta no supo o no quiso decirnos, destaca la ironía dramática de saber, nosotros antes que los personajes del autor americano, que Pazuzu —rey de los demonios del viento en los mitos mesopotámicos (insisto…: usted tranquila y yo temblando, Claqueta…)— ha tenido que leer un libro dentro del libro para apropiarse de las coordenadas culturales de nuestros pavores más soterrados. El volumen en cuestión, Estudio sobre la adoración al Demonio y relatos de fenómenos ocultos, reduce la novela a un singular duelo textual: por un lado, el susodicho título, y, como sus adversarios naturales, la Biblia y los otros libros cristianos que el padre Karras y el padre Merrin leerán ante nuestros ojos en la novela.

PAZUZU y la cultura común de nuestros miedos…

A pesar de todo, es menester confesar aquí que siempre saldremos derrotados por la cinta al leer la novela. Y porque la memoria de la pantalla volverá en repetidas ocasiones a las páginas de W.P. Blatty, mejor resignarse a comentar los episodios que permiten descifrar la lectura de la escritura —la palabra redactada en la página o la escritura filmada en la butaca de nuestras agitaciones (…)— como la sustancia central en las dos obras. Entre todo lo que podría aludirse con este propósito destaca, qué duda cabe, el instante en que la adolescente poseída envía mensajes de auxilio desde la piel de su propio vientre: allí, en las páginas de Blatty y en los fotogramas de Friedkin tiene lugar un singular examen pericial que permite cotejar la voz de la niña en el talle manuscrito de Regan McNeil / Linda Blair, lo cual, en sentido estricto, revela que sólo en la caligrafía más íntima de lo que somos nos hacemos reconocibles para el mundo. Y es entonces que lo entendemos, claro que lo entendemos, muy a pesar de la urgencia de concluir este comentario tan atravesado de supersticiosas puntuaciones…: nadie, ni siquiera el demonio más apabullante de nuestras religiones, podrá entrometerse jamás en los renglones más íntimos de nuestros desamparos.

REGAN/LINDA BLAIR: el cuerpo manuscrito…

En ese viaje constante que las dos obras realizan entre ciencia y religión, o entre mito y estudio, no puede quedar sin mención la forma en que lo fílmico y lo literario se (con)funden. En el libro tanto como en la pantalla se habla de cine mientras se comentan títulos de obras literarias adaptadas al celuloide. Lo que es más, en la película de Friedkin hay un cameo del propio W.P. Blatty, y ello mientras en el interior de “El exorcista” se están rodando las secuencias de otra producción. Las cámaras de cine como objeto filmado y los libros leídos en las páginas de la novela nos exhortan a concluir que dicha exploración —nuestras cinescrituras…, y ya, ya casi acabo, doña Claqueta…— revela la perenne necesidad de crear lenguajes nuevos en el arte con el objeto de actualizar la explicación de nuestros miedos. Y mientras recordamos la muerte de William Friedkin en estos días, concluyamos diciendo que acudimos a la maleabilidad de las imágenes y a las frases de doble fondo para triunfar sobre los desasosiegos obligatorios, esto es, para transparentar la extrañeza de nuestros sobrecogimientos, o, siquiera, para darle verdadera intimidad a todos nuestros temores (…).